Para hablar de las vidas pasadas y el tiempo, sólo permanecen los muros de adobe. Hablan de sacerdotes y soldados en busca de Dios, gloria, oro y conquista, pero sus espíritus al viento se desvanecen ahora como aquello que alguna vez persiguieron. Fue una de las últimas posiciones fronterizas que tenía la Nueva España en Baja California. Hoy no es sino un monumento a lo que fue, esperando a que tú, estimado lector, lo descubras.
Las sombras de la tarde se alargaban desde las paredes. En la colina, sobre las ruinas todavía brillaba el sol en el cementerio. La hilera de bloques de cemento blanqueado se extendía más allá del crucifijo de mármol y los jarrones de la tumba de la Sra. Eloisa Arauz Aguiar (1895-1983). Recuerdo de sus hijos. Unos pasos más delante descansa Anna Sevilla (2004-2007), rodeada de un cerquito de madera y decorada con docenas de juguetitos de peluche y figuritas de porcelana. Como hace siglos, la vida y la muerte sigue su curso entre la gente de esta tierra.
Las misiones españolas de Baja California
Fundada en 1780, la misión San Vicente Ferrer fue la tercera y la más grande de las nueve misiones dominicas que se fundaron en la península. Los Jesuitas como Eusebio Francisco Kino, Juan María Salvatierra, Fernando Consag, Miguel del Barco y Juan Jacobo Baegart (nacidos en Italia, Croacia, España y Alemania, respectivamente) habían iniciado la cristianización de los pueblos indígenas, al mismo tiempo que exploraban y describían la cultura natural y humana en esta magnífica área. De 1683 a 767 los Jesuitas fundaron unas 22 misiones hasta que, debido a maquinaciones políticas en Europa, el rey Carlos III de España los expulsó sin mayor trámite de todos sus dominios. Durante su breve presencia en la península (1768-1772), los franciscanos fundaron San Fernando Velicatá. Luego, por solicitud y consentimiento mutuo, en 1773 los dominicos se encargaron de las viejas misiones californianas, así como seguir expandiendo la evangelización hasta los límites con la Nueva o Alta California (bajo la supervisión estricta y dominante del Padre Vicente Mora, O.P., quien exigía a los neófitos seguir una vida monástica, azotarlos por faltar a los servicios religiosos, y no tener diversión cantando, bailando o jugando luchas. Los franciscanos se fueron al norte, a las “nuevas tierras” de la Alta California, guiados por fray Junípero Serra, quien tenía su propio estilo de disciplina para sus feligreses.
En los límites de la frontera político-religiosa, la misión San Vicente Ferrer sirvió más como una especie de “fortificación antiterrorista para seguridad nacional del siglo XVIII”, que como un centro de posada para el amor cristiano.
Presidio y centro de abastecimiento
La región donde fue establecida la misión de San Vicente, ya había sido reconocida por los franciscanos desde 1769, encontrándose que los indios de ahí, kumiai y pa-ipai, no eran tan dóciles para evangelizar. Los padres que la fundaron fueron Miguel Hidalgo y Joaquín Valero. A Hidalgo lo remplazó Luís Sales en Octubre de 1781. Esta misión fue nombrada en honor del predicador español San Vicente Ferrer (1350-1419), de Valencia, cuyos esfuerzos espirituales lograron la conversión de muchos judíos y musulmanes en aquél tiempo.
El gobernador Felipe de Neve ordenó que se construyera aquí un presidio para proteger mejor las misiones del norte y el territorio entre San Fernando Velicatá y San Diego. Las acciones guerreras de los yumanos en el área del Río Colorado eran un riesgo inminente para ambos lados de la sierra peninsular. En una ocasión se enviaron tropas desde San Vicente Ferrer a defender la misión San Diego ante los ataques de los Yumanos.
El padre Sales consideraba que los Paipai de San Vicente Ferrer eran inquietos, subversivos e inclinados a la revuelta. Describe que hubo que reconstruir la misión luego de ser abandonada debido a los ataques de los indígenas. Debemos recordar, sin embargo, que el buen padre Sales consideraba que los indios peninsulares “eran la gente más malévola y desdichada del mundo, ya que carecían de todo entendimiento de la vida que los padres trataban de enseñarles”.
Este sitio fue un eslabón importante en la cadena de abastecimiento entre las misiones de la Antigua y la Alta California. Contaba con un complejo amurallado en donde solían estar entre 12 y 25 soldados para ayudar a proteger el amplio territorio de la mayor de las misiones dominicas. Hoy, donde estuvo este fuerte, hay una moderna casa campestre en la colina con vista sobre la misión y sus alrededores. Los documentos históricos registraban que en 1800 la misión tenía 161 mulas y caballos, 1,300 borregos y cabras, 750 reses, y cosechaba 906 kg de granos. Tenía grandes extensiones de pastizales, pero pocas tierras arables a los costados del arroyo. Al suroeste de las ruinas, los actuales sanvicentinos tienen sus cultivos sobre los mismos campos que usaron los misioneros y sus trabajadores. La población nativa original nunca fue grande, declinando en 50 años de aproximadamente 780 habitantes antes de la “misionización”, a unos 80 para 1829.
La viruela
Probablemente la mayor tragedia del sistema misional de conquista religiosa, social y territorial fue que las enfermedades importadas diezmaron las poblaciones indígenas. Los únicos sobrevivientes de lo que fueran los pueblos originales Pericú, Guaycura, Cochimí y Yumanos, son los aproximadamente 1,200 yumanos (pa-ipai, kumiai, kiliwa y cucapá) que habitan en las montañas y desiertos del extremo norte del estado de Baja California. La viruela destruyó pueblos y civilizaciones originales americanas completas en numerosas partes del nuevo continente. Ellos no tenían las armas para vencer los gérmenes.
La epidemia de viruela de 1781-1782 fue más severa en Baja California. Este evento se originó en el centro de México y entró por Loreto en 1781, en una embarcación que traía familias afectadas procedentes de la expedición de Rivera y Moncada en Sonora. El comandante no los puso en cuarentena. Entraron al pueblo y la viruela se expandió por toda la población no inmune de la península, como se extiende la ola de un maremoto.
Los censos de pre y post-contagio, así como los registros de entierros dan cuenta de su efecto progresivo y devastador. Más de la mitad de la población neófita fue destruida en Loreto (57%), San José de Comondú (Mayo-Agosto 1781, 70%), Mulegé (Enero-Mayo 1782, 53%) y Santa Gertrudis (Octubre 1781-Abril 1782, 60%). El efecto sobre las poblaciones “gentiles” (o no-misionales) es inestimable y jamás se podrá saber. Baste decir que para mediados del siglo XIX, todos los pueblos Pericú, Guaycura y Cochimí estaban extintos. El contagio finalmente llegó a la comunidad de San Vicente, más al norte. El Padre Sales enterró a 36 no-Españoles entre Febrero y Mayo de 1782.
“En tres misiones, San Ignacio de Kadakaaman, San Francisco de Borja, y San Fernando de Velicatá, los misioneros intentaron mejorar la supervivencia de los indígenas mediante la práctica de inoculación por variolación; ésta consistía en transferir el pus de una pústula madura, con alguna lanceta o instrumento agudo, a unas cortaditas entre los dedos de una persona sana, infectando al individuo variolado con lo que se esperaba fuera una infección más suave” (Jackson, 1981).
Su éxito se manifestó por un menor grado de mortalidad en estas misiones, con decrementos poblacionales de sólo 21%, 33% y 13% respectivamente.
Este procedimiento lo usaron por primera vez los médicos en Nueva España durante la epidemia de viruela en la Cd. de México, en Octubre de 1779. Es asombrosamente notable este uso temprano de la vacunación, contemporánea a los esfuerzos pioneros de Edward Jenner (1749-1823) en Inglaterra, especialmente en vista de nuestra preocupación actual con el virus H1N1 (influenza porcina) que es mucho menos peligroso.
Los vestigios
Los vestigios de la misión de San Vicente se encuentran hoy en día a 80 kilómetros al sur de Ensenada, a un kilómetro al norte del poblado de San Vicente, en la curva justo antes de cruzar el arroyo. Inmediatamente toma el lado izquierdo del camino de terracería y sigue en él hasta que termina en un estacionamiento. Hay un pequeño museo a la entrada que exhibe artefactos excavados y fotos históricas de los edificios. El Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) tiene en custodia el sitio, el cual está bien acondicionado para ser visitado por el público. Un sendero interpretativo ayuda al visitante a entender cómo funcionaba la misión en sus mejores tiempos. A los viejos muros café-grisáceos los enmarca un césped bien mantenido, bordeado de rosales y álamos. El cielo azul y las nubes desfilando complementan la escena multicolor. Lo poco que queda de la misión son parte de sus antiguos muros de lo que fue el templo, bodegas, habitaciones y talleres.
Si piensa visitar este sitio se le recomienda lleve comida para hacer un día de campo con su familia, ya que el lugar lo permite por su pasto agradable e instalaciones. Una sabrosa alternativa es el restaurante Mi Ranchito, junto a la carretera.