Esperábamos en silencio, sólo con el sonido del cacheteo de las olas que el viento azota contra la panga. Ramón había apagado el motor fuera de borda. Sentados, expectantes, mirábamos alrededor. Momentáneamente oímos su primera exhalación de aliento y luego vimos su cabeza incrustada de balanos. Surgió unos metros detrás de nosotros, se deslizó en la superficie y se zambulló de nuevo de un coletazo. La vimos nadar debajo de nosotros, 11 metros de moteada tersura gris-blanca-negra. De sus narices dorsales subían burbujas que se expandían en la superficie de las aguas verdosas cargadas de plancton en la Laguna San Ignacio. Casi no notamos la sombra más pequeña y oscura del recién nacido que nadaba con ella.
He escuchado a la Ballena Jorobada cantar bajo el agua en el Gran Arrecife de Australia y la he visto brincar en las aguas de Hawai. He visto Cachalotes de 25 metros nadando debajo de mí y he visto las enormes aletas dorsales enhiestas de la Orca, anunciando su paso por la Sonda de Puget, ante el escenario nevado de Monte Rainier. Pero lo más impresionante ha sido la mamá y bebé ballena gris (Eschrichtius robustus) en sus guarderías de las lagunas costeras de San Ignacio, Ojo de Liebre y Bahía Magdalena en Baja California Sur.
Las ballenas me conocen. Conocen muy bien a los humanos, pero nosotros apenas las conocemos. Los Cochimí, habitantes originales de la península, viajaban desde Kadakamaan (ahora San Ignacio) para verlas en las lagunas costeras cercanas. Yo he descubierto su recuerdo en un antiguo grabado de ballena sobre unas rocas basálticas al oeste de Mulegé. También las pintaron en las paredes de sus grandes cuevas murales. La ballena en la cueva San Gregorio II puede que sea la figura más grande entre todas estas pinturas. Cerca de la cueva San Sebastián, pintada en la pared de un angosto refugio de piedra, Harry Crosby encontró
“una fila de cinco ballenas chicas, alineadas de izquierda a derecha en orden de menor a mayor, con las colas para arriba y las cabezas para abajo”.
Las figuras rojas gigantes de ballenas en éste y otros sitios apenas sugieren la enorme reverencia y respeto que por esos animales tenía aquel pueblo profundamente religioso. No dijeron de estas creencias a los misioneros católicos; sus leyendas y mitos no llegaron a nosotros, solamente su arte.
El registro fósil de ballena gris se limita a unos huesos del Pleistoceno, posiblemente de un medio millón de años. Alguna vez existió también en el Atlántico norte, a lo largo de la costa este de los Estado Unidos, desde Nueva Jersey hasta Florida, pero los balleneros de Nantucket las exterminaron hacia mediados del siglo XVIII. Las pequeñas poblaciones restantes en el Pacífico noroeste fueron casi exterminadas entre 1911 y 1933 por los balleneros coreanos y japoneses. En contraste, en el Pacífico noreste, la población de ballenas grises ciudadanas mexicanas está relativamente sana, tras sobrevivir la matanza de los balleneros americanos en el siglo XIX.
En 1846, los balleneros descubrieron los criaderos invernales de la ballena gris a lo largo de las costas de Baja California Sur. En los siguientes 30 años, como lo relata Charles M. Scammon, unas 10,800 ballenas grises fueron matadas por los “balleneros civilizados y sus instrumentos de destrucción”. Las madres y ballenatos que sobrevivían de aquí, más al norte tenían que enfrentarse luego a “los instrumentos de tortura” de los “salvajes indígenas aventureros” en las islas costeras de la Columbia Británica. Las ballenas migrantes que finalmente lograban llegar al Mar de Bering y de Okhotsk habían pasado una corrida mortal de baquetas.
Los balleneros usaban unas lanzas-bomba explosivas, a veces requiriendo varias que explotaban dentro del cuerpo de la ballena antes de que muriera. Los balleneros les llamaban “Pez Demonio” por el peligro en que incurrían al perseguirlas.
“Casi no pasaba día sin que hubiera desorden y destrozos en los barcos y la tripulación con golpes, cortadas y huesos rotos, heridos de muerte o muertos instantáneamente”. A veces, “al tirar la lanza a la madre, el pequeñuelo en sus brincoteos se atravesaba en la trayectoria del arma, recibiendo la herida en vez de la víctima pretendida. En esos casos el animal progenitor, en su furia, dará persecución a los barcos y, alcanzándolos, los volteará con su cabeza o los arrojará en pedazos con un sólo golpe de su pesada cola”
(Scammon, 1874: pp. 28-29).
Las madres acosadas eran especialmente protectoras de sus bebés, consideradamente acoplando sus movimientos a las necesidades de sus indefensos críos. Lo son todavía.
Una vez, en Laguna San Ignacio, una mamá trajo a su pequeñuelo hacia la panga; el nene asomó las narices para que lo acariciaran los humanos y de repente escuché a la mamá decir algo. Sentí la vibración de su sonido desde el agua a través de la panga hasta mis pies. El bebé se zambulló inmediatamente y volvió a salir del otro lado de su mamá, apartado de la panga. La hora de jugar –o el ejercicio de aprendizaje – había terminado. Mamá claramente quería colocarse entre su bebé y nuestro barco.
Sólo podemos conjeturar el porqué las mamás ballena llevan a sus bebés al avistamiento de humanos en las lagunas (nótese que esto no lo hacen después, en su migración costera al norte). Será que la mamá está enseñando a su bebé diciéndole
“Mira, esos son humanos, no son gente como nosotros. Aléjate de ellos en el futuro”.
Estoy seguro que estos seres inteligentes y comunicativos han transmitido de generación en generación el recuerdo de nuestra matanza. “El lamento de la ballena es una conmoción de pensamientos profundos” (Victor B. Schaffer, exdirector, US Fish & Wildlife Service).
La ballena gris hace la migración más larga de cualquier mamífero. Nadando desde sus agostaderos de verano cerca del Círculo Polar Ártico, invernan en las temperaturas amables de las lagunas del sur peninsular para concebir y parir a su cría. Una mañana primaveral en Bahía Magdalena, mi amigo Rolf Braun y yo vimos tres ballenas copulando. El agua se batía y espumaba conforme salpicaban entre ellos. Los cuerpos de los dos machos se entreveraban con la hembra. Ballena a ballena a ballena: cada macho detiene con su cuerpo a la hembra para que ninguno de los dos la aleje (empujándola) al penetrarla.
Hoy las lagunas no están llenas de barcos matanceros de los balleneros. Las aguas no se tiñen de rojo. Una cantidad cuidadosamente controlada de pangas lleva visitantes para ver, tocar, oír, sentir y olerlas. Más de una vez tuve que limpiar el rocío de su aliento en la lente de mi cámara.
El avistamiento de ballenas desde Guerrero Negro es de lo más burgués: unos minutos de su hotel a la oficina de tours, luego un corto trayecto en autobús hasta el embarcadero. Ya en la panga, vestidos con impermeable amarillo y chaleco salvavidas de rigor, irán viendo leones marinos asoleándose sobre las boyas y los gavilanes pescadores graznando desde sus nidos aperchados en los postes que enmarcan el canal. Este es un lugar muy bullicioso. Hay grandes barcazas cargadas de sal rumbo a Isla Cedros, donde su oro blanco cristalizado pasará a buques de carga transoceánicos. Por supuesto, las ballenas grises van y vienen a su antojo por su casa, literalmente. Conocimos a una juguetona como cachorro curioso que iba y venía para las fotos entre una panga y otra. Dando coletazos, resoplando, salpicando y clavando por su propio gusto y para gusto de los visitantes.
Las ballenas nadan con sus propios pensamientos, dejándonos con los nuestros.
El poeta mexicano Homero Aridjis escribió:
Es un honor que las ballenas nos avisten. Agradéceles. Alábalas.